01 octubre 2013

Algunas claves de Breaking Bad

Queríamos hablar de Breaking Bad, de sus claves y sus aportes, pero no queríamos hacerlo en soledad. Tampoco nos interesaba una única perspectiva. Así que recopilamos algunas citas, sumamos un par de referencias, y consultamos a tres personas que cumplen con lo que Henry Jenkins denomina “Acafan”: académicos/profesionales que acoplan todos sus conocimientos y su capacidad para argumentar, para elaborar una crítica, a la devoción incondicional, apasionada, frenética y probablemente patológica por las series de televisión. Tres tipos con miles de horas yonquis postrados culo/sillón frente a la caja, a veces no tan boba, aspirando fotograma por fotograma mientras la peste roja les come los ojos.

En este nuevo post, el periodista Laureano Debat, el profesor de filosofía y guionista Lucas Bucci y el escritor Germán Maggiori, desentrañan algunos aspectos del fenómeno Breaking Bad, la mejor serie de los últimos años. La serie que ha vuelto a poner en evidencia que se puede hacer arte de calidad en televisión y que la tele, al menos cierta tele, dejó de ser un tiempo muerto entre el laburo y la cama.

(Clic aquí para ver el video en you tube)


14 septiembre 2013

Filosofía Ricotera. Tics de la Revolución.

“Vemos el vinagre que brota del culo y se deposita en una servilleta pringosa. Miserias a que nos tienen acostumbrados los ojos. Y un abanico desconsolado de clientes sosteniendo modernos globos de feria. Pesados, con el triperío lleno. Y chicos contentos de que les cuelgue y zigzaguee. ¡Qué lujo! Puliéndose la "jeringa" con dos dedos. Temerosos de la cremallera del pantalón leopardo. Lavándose el cuerito. Quitándose el olor rancio que dejó la cloaca del camarero. El del culito de neón encendido, subrayado con una anchoa. El colega inoxidable que propone caminar pesado. El de los porros y la pistola de cocaína para romper todo. El que lía el chocolate sonámbulo y golpea al camarero de estúpida risa de conejo. Ninfas que esnifan con la barriga inflada como un calamar”.


El texto al que pertenecen estas líneas, titulado El delito americano, forma parte de una serie de relatos que Carlos “el Indio” Solari publicó a lo largo de la década de los 80’ en la revista Cerdos y Peces, de su (entonces) amigo Enrique Symms.

No todos los fans de Los Redondos se han detenido a leerlos, y el ejercicio resulta interesante, ya que, aunque en apariencia rebuscados, nos revelan algunos detalles que “el Indio” suele esconder en sus canciones, como por ejemplo sus influencias literarias. Aquí me animo a decir (porque Solari, que yo sepa, nunca dijo nada al respecto) que en la poesía de “el Indio” hay marcas de las obsesiones de los beats (Burroughs, Kerouac, Bukowski), tanto en relación a los temas que trata (marginalidad, droga, exclusión, ausencia de futuro) como al estilo o la manera particular en la que Solari se refiere a esos temas. Porque en Los Redondos, la mueca de terror del pasado reciente de nuestro país y su continuidad en una democracia endeble, erguida sobre la pesada herencia de la muerte y la marginalidad estructural, impiden toda referencia “directa” a los hechos. Repentinamente el lenguaje se ha quedado sin recursos para trasmitir con fidelidad aquello que parecía inefable: ese futuro que ya llegó, y que se ha vuelto carne entre nosotros bajo la forma de indigentes, putas, dealers, yonquis, desocupados crónicos, laburantes desclasados, delincuentes de cotillón en ascenso y otros tantos especímenes de una horda lumpen que reeditaba en la Argentina un pasado que el Estado Benefactor y la movilización popular parecían haber sepultado en el olvido más profundo.

Esa insuficiencia de las palabras, constante en la poesía ricotera y todavía más evidente en los textos que Solari publicó en Cerdos y Peces, revierte la polaridad del paradigma de la canción de protesta o comprometida o de denuncia, tan caro a cierto estereotipo de rock argento. En tal sentido, si El Almuerzo Desnudo (Burroughs: 1959) funcionaba a la manera de un “Manual de Bricolage”, posible de ser abordado en “cualquier punto de intersección”, del mismo modo, las letras de Solari no estás elaboradas para ser “entendidas”. Hay que dejarse arrastrar hacia su atmósfera densa. Invitan a percibir como paso previo a una comprensión que no deja de ser abstracta.

Se trata de un terreno todavía por explorar: en Solari parecen confluir Burroughs, Kerouac y Bukowski  con Arlt y Walsh, la literatura beat con los escritores sociales argentinos.

Si Los Redondos fueron la banda que mejor retrató la transición a la democracia, parte de ese logro radica en la originalidad de esas rupturas y en la potencia de los ambientes o atmósferas que “el Indio” recrea en sus canciones. Pero parte, no todo. Ya que la respuesta a porqué su banda fue tan popular probablemente haya que buscarla menos en la construcción y más en el fondo de la poesía ricotera. En una concepción filosófica y un mensaje que abre la puerta a la posibilidad de reinventar o reconstruir el presente pese a la magnitud de la derrota.

En dicho trasfondo se sumerge Pablo Cillo en Filosofía Ricotera. Tics de la Revolción (Del Nuevo extremo: 2013). No se trata de un libro más, sino de un ensayo cuyo rigor académico lo aparta del enjambre de textos que han intentado desentrañar el sentido de las letras de Los Redondos y su impacto popular sin exceder el registro biográfico o periodístico. A diferencia de esos trabajos, Cillo, que además es licenciado en filosofía, intenta demostrar que en el discurso poético del grupo hay una visión del mundo que mantiene su coherencia en cada disco,  una Filosofía “organizada en torno a los problemas [...] que nuestra tradición cultural generalmente asigna a dicho campo epistemológico". No se trata de elecciones al boleo, todo lo contrario. Para el autor, las letras de Los Redondos reflejan una postura autoconsciente sobre aquello que narran. Y respalda sus argumentos en el desarrollo de conceptos, como “discurso monista” o “nihilismo creativo”, que invitan realizar nuevas lecturas sobre el fenómeno ricotero. 

A continuación pueden escuchar la entrevista que le hicimos a Pablo Cillo en Adiós Mundo Cruel, programa de radio que se emite todos los domingos, de 21 a 23, por Radio NacionalCórdoba, en el cual participo tratando temas relacionados a la literatura y la cultura general. 

09 septiembre 2013

To hajiilee - Breaking Bad

¿Qué decir del nuevo episodio de Breaking Bad? Los últimos capítulos de la serie comenzaron adelantando los acontecimientos finales: Walter no puede desprenderse de Heisenberg, aunque por momentos lo intenta. Walter ya no está dispuesto a todo, ahora definitivamente son los hechos los que lo arrastran, siendo que hasta aquí había sucedido lo contrario. Lo particular es que todos los protagonistas han acabado por representar extremos que, en el fondo, se parecen. Claro que con matices, porque las ambiciones de Marie y Skyler son distintas a las de Hank, Jesee y Walter. ¿Hank superó a Walter en ese plano? Parece ser el único que todavía no comprende la historia. Como sea, Hank y Walter, frente a frente y en polos opuestos, completan una figura que conecta a Breaking Bad con los trasfondos de otras megaseries como Lost, Mad Men, The Wire y Los Soprano, a saber: el Bien y el Mal no existen como entidades antinómicas, las cosas no funcionan de esa manera en un mundo que hace tiempo no puede ser narrado o retratado de manera lineal, un mundo que a cada paso se impone con toda su carga de controversias, dudas e inseguridades (en The Wire, por ejemplo, la policía triunfa, pero rompiendo todas las normas que, supuestamente, separan a “la ley” de aquello o aquellos que son ajenos a su dominio. Y más, se trata de un triunfo estéril por otra razón: algunos criminales logran escapar, por lo que la victoria policial no es una victoria completa, sino momentánea). Cómo no entrever en los personajes más interesantes de la ficción televisiva actual a los borgeanos Juan Dahlmann y Erik Lönnrot. A este último de una manera muy especial, pues descubre (trágicamente) que el destino escapa a todo razonamiento, porque un pensamiento bien puede coincidir con el destino, pero no puede forzarlo: la incertidumbre es, al fin y al cabo, lo que se impone sobre los hombres, reales e imaginarios. En tal sentido, en los flashbacks que dieron inicio a esta última temporada, ¿estará Walter White escapando de Hank y/o Jesee, o de quienes escapa es de los nuevos capomafias del narcotráfico? ¿Logrará o no redimirse? ¿Volverá Heisemberg (si es que alguna vez se fue) como resultado de la voluntad de Walter o será el azar quien gane la partida? A esta altura ya sabemos que en el apellido “White” (blanco/puro), hay un juego irónico con un adjetivo que contiene mucho más de lo que muestra, igual a lo que ocurre con la casa de Triste-le-Roy donde concluyen la vida de Lönnrot y el cuento de Borges “La muerte y la Brújula”, deformada por "la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, la soledad".

Si se trata de Breaking Bad, únicamente podemos estar seguros de una sola cosa: la maestría de los guionistas para dar vuelta completamente la trama en el momento menos esperado, a un nivel que, creo, es más intenso y arriesgado que el de las otras series mencionadas. Todo puede pasar en Breaking Bad. Para lo que queda resta esperar cualquier cosa.

31 agosto 2013

de la nada a la gloria


Ésta es La leyenda del “Pato”, la entrevista que le hicimos con Maya Socha al golfista Ángel “Pato” Cabrera, publicada en la edición de este mes de la revista Bocas del diario El Tiempo de Colombia.

Cabrera es un personaje singular, espantosamente reservado y desconfiado, que incluso mantiene algunos aspectos de su vida privada y su pasado bajo el más absoluto de los misterios (basta escuchar los lamentos de sus agentes de prensa porque “no da entrevistas más seguido” y notar los nervios en los momentos previos a la charla porque “si alguna pregunta lo molesta se levanta y se va”, cosa que les ha pasado). Pero “el Pato” tiene una historia de vida más que interesante. Salió bien de abajo y llegó a lo más alto JUGANDO AL GOLF, en un país en el que el pobre tiene que saber con los guantes o la pelota de “fulbo” (cuando no, con los fierros) si quiere llevar el pan a las casas. Por otra parte, aunque tímido, con la charla se suelta. No es más que un cordero vestido de lobo (aunque no deje nunca de marcar límites) y es imposible no comprenderlo. ¿¿¿En qué lugar está escrito que las personas “públicas” tienen que ser condescendientes con la fama??? Claro, uno lo ve y piensa en el estereotipo Sixto Rodríguez, es decir, en tipos que se fueron sin reconocimiento, o que lo recibieron tarde: Bolaño, Arlt, Luca Prodan… Y Cabrera quiere seguir siendo el chango que baja al bar a comer un asado y tomarse unas ginebras con los pibes, todos laburantes, gente de barrio, gente que tiene la piel del color de la tierra. Por eso decidimos presentar la entrevista con un título ricotero: “de la nada a la gloria”. Porque “el Pato” da perfecto con el perfil de los personajes que desfilan por la poesía de Solari: winners por azar, perdedores irremediables, tipas y tipos frívolos de cotillón (“casteyankis” del “shopping-disco-zen”; toda esa tropa de la guita…), o soñadores aplastados por el propio peso de sus deseos. Éste es “el Pato”, una suerte de versión bonachona de Tony Soprano. Al menos ése es “el Pato” que vimos nosotros …


La leyenda del “Pato”, reportaje publicado en revista Bocas (ISSN: 2248-6860), EL TIEMPO Casa Editorial, Colombia, Agosto de 2013 (cliquear en el título para acceder al enlace).

04 agosto 2013

KAFKIANOS DEL CÉSPED

Acodado en la barra de un bar perdido en una ciudad perdida y olvidada en el corazón de California, Earni observa detenidamente a Billy. Su chaqueta vieja, las manos sucias, las cejas reventadas amontonando cicatrices. Earni es boxeador, también Billy. El nombre del bar se desconoce; podría ser West End o Marsella, quizás Viejo Almacén. Earni es joven, tiene un hijo y una buena figura. Billy se resiste al retiro; está algo gordo, calvo y acaba de beberse los pocos dólares que recibió tras ganar su última pelea. Alguna vez fue una promesa, hace mucho; dice que no tuvo suerte, que su mánager, que esto y aquello. El cantinero se acerca; la garganta de Billy quiere otro Whisky, pero su boca pide café. El cantinero se aleja lento; es un viejo todo piel amarilla y huesos y sonrisas ingenuas de esas que ofrendan los viejos generosamente. Billy lo sigue con su mirada ebria. “¿Qué te parecería despertarte una mañana y ser él?”, balbucea. Earni no responde, sus ojos se pierden en el suelo grasiento del bar. “¿Crees que fue joven alguna vez?”, insiste Billy. Earni responde que no. Billy sonríe a medias, “tal vez sí lo fue”, dice, y saluda con una reverencia al cantinero cuando éste les alcanza las tazas.    

              La escena pertenece a la película Fat City, de John Huston. Me topé con ella gracias a una novela de Javier Cercas, y pese a que no la he visto más que una vez, aquél domingo recordé cada uno de sus detalles.

Sebastián "Peca" Monesterolo
Con mis amigos estábamos justo detrás del arco, más o menos en el centro de la popular sur. Esa tarde el estadio Kempes reventaba. Nunca vi tantos hinchas de Sportivo Belgrano en una cancha que no fuera la nuestra; una verdadera marea verde. Puede que me engañe la memoria, pero creo que fue en el entretiempo cuando uno de mis amigos me señaló un cuerpo que emergía de las escaleras. "¡¡¡Mirá!!! ¡¡¡Es el Peca!!!", grito. Seguramente pocos lo recuerdan, pero el Peca, es decir, Sebastián Monesterolo, era Maradona para nosotros. Cuando éramos pibes nos parecía que nadie podía jugar como él. Básicamente, la pelota le hacía caso, siempre; a nosotros no, y eso nos diferenciaba. Por eso Boca se lo llevó apenas terminamos la escuela primaria. Contábamos los años que pasaban esperando verlo jugar en primera, pero no sucedió. Tras un par de temporadas estancado en la reserva, el Peca pasó a Banfield, donde tampoco tuvo muchas oportunidades, y finalmente regresó a la ciudad que había dejado casi diez años antes para probar suerte en Buenos Aires.

                Nadie imaginaba que a partir de ese momento comenzaba a gestarse la más importante de las hazañas del club. Incluso parece que alguien hubiera metido mano para acomodar las piezas, porque Sebastián no volvió en un momento cualquiera, sino justo en un año en el que Sportivo debía afrontar un torneo clave: el Argentino B del 2004. Esa temporada se reestructuró el certamen y por decisión de la AFA los equipos que no superaran la primera fase perderían su lugar en la categoría. Fue como si nos pusieran un cuchillo en la garganta, porque nosotros no veníamos bien, para nada. No habíamos sepultado, todavía, los años de oscuridad en los que el club casi desaparece. Latía una vez más en la calle la amenaza de domingos callados y grises, sin alientos ni redoble de tambores, sin los himnos y banderas del corazón. Y es eso lo que hubiera sucedido de no ser por el Peca. Pocos lo recuerdan, pero en marzo de ese año jugamos contra Escuela Presidente Roca, en Córdoba, el partido que definiría el futuro del club. Con un empate clasificábamos. No obstante, sobre el final del juego “la Verde” perdía por un gol y nos habían expulsado dos jugadores. Remábamos, como siempre, contra los árbitros y nuestra propia historia. Y todo parecía indicar que nos despedíamos de nuevo del fútbol profesional cuando sucedió algo con lo que nadie contaba: a Sebastián, el Peca, la pelota todavía le hacía caso. Le dio de lejos a la bola para esconderla ahí, donde no llegan ni los arqueros ni los entongues que velan el fútbol fuera de la cancha. Fue gracias a ese agónico derechazo que logramos clasificar a la segunda fase del torneo, manteniendo la categoría y consolidando poco a poco el rumbo que hoy nos tiene en la B Nacional. Sin embargo, lo único que no cambio en Sportivo tras esa hazaña fue la situación del Peca. Sebastián no era titular; hizo el gol más importante de la historia del club pero debió marcharse cuando terminó el torneo. Se convirtió en trotamundos. Jugó en Malasia,  Kuwait y Malta, donde le marcó un gol a la Juventus de Nedved y Del Piero en una copa de nombre impronunciable. Tuvo hijos. Regresó al país. Vistió las camisetas de distintos clubes del ascenso pero nunca más la de Sportivo. Yo no lo volví a ver hasta ese domingo en el Kempes, la tarde del penal que le dieron a Talleres en el último minuto. Perdimos dos a uno, pero el resultado lo supe mucho después. Prácticamente no puse atención al partido. Rodaba la pelota y todos la seguían, todos menos yo, que no podía hacer otra cosa que mirarlo a él, al pibe del glorioso gol que ya nadie recuerda, al hincha del club chico, perdido en una ciudad perdida en el corazón de un país perdido en el culo del mundo; al hombre medio calvo, ya casi retirado del fútbol profesional, que hubiera matado por enfundarse una vez más la casaca verde; al niño que para mí fue Maradona, hace tiempo, jodidamente mucho tiempo, y que pese a todo seguía siendo fiel a ese club que nunca tuvo como destino ganar algo o ser reconocido por alguien, a ese club al que se es fiel sin saber bien por qué y sin esperar ni triunfos ni ascensos ni trofeos ni nada, absolutamente nada a cambio, más que una tarde de domingo con resultado incierto y un par de amigos abrazados a un tipo de sentimiento que no tiene nada que ver, ni se parece, a la esperanza, y que justamente por eso quizás sea la forma más pura de la fidelidad (o del amor, ponele). Ahí estaba el Peca, mezclado como un hincha más entre la gente, anónimo como Earni o Billy en el bar de la fría y húmeda Stockton, la ciudad donde los boxeadores incluso cuando ganan pierden. Pero, ¿realmente pierden? Cada vez que me topo con la pregunta recuerdo la pelota boyando en el borde del área Panzanegra, la pierna que de pronto emerge de la nada, el remate preciso, el arquero de rodillas y del otro lado, en las tribunas, un grupo de amigos que festeja sabiendo que nunca volverán a gritar otro gol como ése, mientras el olvidado goleador corre al alambrado a abrazarse con ellos, completando el dibujo de esa clase de instantes en los que todo debería detenerse, esa clase de momentos en los que el fútbol debería ser verdugo de la Historia.

29 mayo 2013

Quijotes y Lazarillos


Escribo y siento que el uso correcto y preciso de las palabras 
a veces cura una enfermedad.
David Grossman.


Hay ocasiones en que la realidad supera a la ficción, pues todo aquello que podríamos inventar o imaginar a su costado resulta pequeño, superfluo. Con más de seis millones de personas desempleadas, la España de Zapatero y Rajoy es reflejo fiel de esa certeza. Trágica situación que el escritor andaluz Javier López Menacho retrata en las páginas de Yo, precario (Libros del lince: 2013). Un complejo artefacto, en parte novela, en parte crónica y ensayo, en el cual el autor narra su propia experiencia como trabajador despojado de bienes y futuro, hundido casi en la marginalidad. Y lo hace apelando a una mirada irónica, desolada, pero, ante todo, una mirada resuelta a no sacrificar su dignidad con tal de seguir adelante. 



Javier López Menacho
Lo dijo Juan Villoro: el destino es un croupier esquizofrénico. Desde el 2010  en adelante, y hasta hace poco, Javier López Menacho se disfrazó de golosina gigante para promocionar los productos de una conocida marca de chocolates, realizó estudios de mercado que ni siquiera Kafka hubiese imaginado (uno de ellos, que dejó fuera del libro, buscaba determinar cuánta gente se colaba en el subte de Barcelona). Fue promotor, encuestador, auditor de máquinas de tabaco. Todo para ganarse la vida, como millones de españoles. Pero, además, Javier escribía, cuentos sobre todo, y poco a poco la misma crisis que lo obligaba a aceptar cualquier trabajo sin mirar las condiciones, el sueldo o las fechas de pago comenzó a ganar protagonismo en sus relatos. Poco a poco Javier entendió que su vida cotidiana le ofrecía elementos suficientes para encarar un proyecto ambicioso. Así surgió Yo, precario. Primero como blog, luego como libro; su primer libro. Una catarsis personal, íntima, que en poco más de dos meses suma tres ediciones y está comenzando a expandirse fuera de España.

“Es un poco una venganza ¿no? Al final, de toda la mierda que me tocó vivir saqué algo positivo”, dice Javier en relación al caprichoso destino que arrancó su nombre del anonimato para convertirlo en la grata novedad del circuito editorial español. Feliz e inesperado final para un proceso que, no obstante, nació de la profunda necesidad del autor de dar sentido a una experiencia dramática. Porque Javier escribe desde la zona cero. La triste mirada de un indigente o la indiferencia de los empresarios son escombros de una catástrofe política, económica, moral y social que no le es ajena. “Lo primero que debes hacer es quedarte en calzoncillos. La coordinadora siempre está presente, así que a partir de ahora será nuestro ritual (…) Luego te dan unos pantalones blancos acolchados que se asemejan a los de un astronauta”, escribe Javier, repasando los pormenores de su rutina como chocolate gigante. La anécdota es algo más que una perfecta metáfora de la crisis. Para Albert Camus, el secreto de Kafka residía en sus perpetuas oscilaciones entre lo natural y lo extraordinario, lo absurdo y lo lógico. Yo, precario, se sostiene en esa misma ambigüedad, pero apelando exclusivamente a hechos reales a los que se añade color mediante el acto de contar. Como ocurre con todo relato que acude a la ficción para procesar o comprender lo que se cuenta, Yo, precario obliga a discutir la relación entre fantasía y mímesis, renovando el debate sobre la representación de la realidad. Pues no median personajes entre Javier y su pluma (lo cual no implica que relate sus vivencias desde una posición unívoca, sino más bien intentando establecer cierta complicidad con lectores seguramente tan desdichados gracias a la crisis como él, a quienes pareciera gritarles: “¡Vean! Esto es lo que me ha pasado. ¿Qué les ha sucedido a ustedes?”). Su mérito, en definitiva, ha sido crear un texto artístico que es a la vez testimonio en primera persona de una tragedia colectiva. Y esa impronta de batalla personal contra la degradación (de un Yo que es a su vez espejo de otros miles) es lo que da tono a una obra que se ha escrito con la intensidad de quien busca remedio para sus males. Blandiendo una prosa afilada en el empedrado más oscuro y un estilo que recuerda a Walsh a Cercas a Hunter Tompson y a Capote. La novela de López Menacho, concebida desde el periodismo literario, es además un ensayo autobiográfico sobre la precariedad.

Javier  analiza las claves de  Yo, precario.

El amor se ahogó en la sopa
Discépolo en un rincón, contándonos que el hambre consume las virtudes del buen ciudadano. Más allá, Wassily Kandinsky afirma que el ser humano a menudo se parece a un escarabajo que se aferra a cada brizna de hierba con la esperanza de encontrar su salvación. En medio de ambos, intentando evitar, como un “guardián entre el asfalto”, que los hombres caigan al abismo (claro homenaje del autor a Salinger), el Precario se bate una vez más en zona fronteriza. Cautivo de empresas que lo empujan a la humillación de tener que engañar a la gente, Javier deberá decidir hasta donde desea llegar con tal de ganar dinero. Y son precisamente esas instancias decisivas las que definen la obra. En ellas, su Yo queda atrapado en medio de dos retóricas de extensa tradición en la literatura española: el realismo (vitalista, crudo, existencial) y la épica. Si el texto se construye desde el primero, no en vano la crítica lo ha calificado como El Lazarillo de Tormes del siglo XXI, será la épica quien defina las acciones. Entre Lázaro y el Quijote el autor opta por el segundo, apelando a un humor irónico y sutil para impedir que la crisis le acabe robando lo más importante: su estado de ánimo. El escritor Manuel Rivas define el asunto con precisión en el prólogo del libro: “El Precario del Yo tiene como trazo principal en su existencia el ser precario, pero su mirada no es, todo al contrario, esa condición impuesta. Es la humanidad resistente, no precaria, no subalterna, no sometida, la que narra”. Por lo tanto, si la amenaza permanente de la marginalidad empuja al trabajador humillado al filo de sus convicciones, éste nunca cruza la línea del todo. Lucha por sobrevivir, pero también para mantenerse íntegro: “hay mundos en los que no merece la pena vivir”, afirma el autor en uno de los pasajes emblemáticos del libro. Emerge entonces la esperanza como una energía modesta, aunque plena de sentido.

“Yo sabía que iba a escribir algo sobre esto” dice Javier. Es ése, en definitiva, el trasfondo del libro. La literatura da forma a la esperanza, cuya promesa rompe la presencia ineludible de la precariedad, devolviendo el Futuro arrebatado por la  crisis. Al igual que Silvio Astier, protagonista de El juguete rabioso (Roberto Arlt: 1926), el precario del Yo vive para contar. Privado de la posibilidad de encontrar un trabajo decente, se enfunda el traje de chocolate gigante como si fuese una armadura, y enfrenta su trágico pasar sabiendo que, aunque todo acabe por derrumbarse, aunque no exista un mañana mejor y el perro rabioso de la exclusión social acabe clavando sus dientes en nuestro tobillo, la página en blanco siempre espera, abierta, indulgente, dispuesta a devolvernos la esencia perdida y a darle sentido a los tropiezos y a las pequeñas traiciones, mientras nosotros remontamos a casa el cuerpo cansado y radiante, ansiosos por abrir la puerta de la pieza gris, apenas iluminada por la luz de una vieja computadora. 

16 abril 2013

La valentía en Hemingway



La lucidez es la herida más cercana al Sol.
René Char
I
Lo correcto es comenzar formulando una pregunta difícil de responder: ¿qué es un valiente? No constituye una pregunta menor, sino todo lo contrario. La valentía ha preocupado a la literatura desde que alguien dibujó sus primeras letras en una piedra o un pedazo de madera.

Supongamos que un bondadoso librero nos ofreciera realizar un tour de la valentía por su biblioteca. Podríamos comenzar, en orden cronológico, repasando la Ilíada y la Odisea y luego detenernos brevemente en la reconstrucción que Heródoto hace de la Batalla de las Termópilas. Finalizada la etapa griega del recorrido, e imaginando que la Biblia y el Corán, textos que también abordan el dilema de la valentía, le sientan a nuestro librero de la misma manera que un guiso de mondongo en una mañana de verano, seguramente haríamos un salto temporal hacia la literatura épica de Chrétien de Troyes y su Lancelot enamorado, para luego ofrecer nuestros aceros al glorioso Rodrigo Díaz y batirnos a estocadas en el Cantar del Mío Cid. Ubicados ya en la oscura infancia del milenio pasado, el salto que sigue es breve, menos de una centuria; nuestro librero nos invita a acompañar a Dante en la búsqueda de su adorada Beatriz, la “mujer por quien, en gracia y esplendores, la especie humana excede a cuanto existe”. De Beatriz pasamos a Dulcinea y el asunto de la valentía se intrinca; el bien y el mal, la clarividencia y la locura, poco a poco dejarán de constituir entidades divisibles dentro de la condición humana. Será Shakespeare quien acabe pateando el tablero. De ahí en más, hasta hoy, los nombres que sigan solo aportarán más confusión: de London y Melville a Dostoievski, de éste a Kafka, de Kafka a Borges, de Borges a Camus y de ahí a Bukowski a Mailer a Cortázar y a Coetzee (cometiendo olvidos imperdonables), para acabar en Jack Shepard, Omar Little y Javier Cercas. El final del tour dejará en nosotros la sensación amarga, y quizás también reconfortante, de que el valiente ha dejado de ser aquél que hace frente a un ejército por amor, justicia o por la gloria, para transformarse en un individuo contradictorio, impredecible e imposible de encasillar en una definición taxativa. Se ha humanizado, en definitiva, ya que su coraje se ha visto reducido a uno o varios instantes en una vida plagada de instantes de distinto signo.

De modo que volvemos al principio: ¿qué cuernos es un valiente? Para Norman Mailer es quien elige “la alternativa que no mejora sino empeora la posición propia” (Los ejércitos de la noche: 1968). En ese sentido, Hernán Brienza brinda una definición más completa en Valientes (2010), donde afirma que la valentía es “un acto realizado por una persona en contra de su propia conveniencia inspirado en un valor superior al del mísero interés, a veces, incluso por un deber ser inexplicable”. Valiente sería entonces quien “pierde todo en nombre de casi nada”. Sin embargo, todavía más desesperante es la posición de Albert Camus al respecto. Para el escritor francés, un valiente no solo es alguien que actúa, sino que además es alguien que está dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos hasta el final. Camus, obseso cultor de la tragedia en toda su obra literaria, conecta el dilema del valiente a uno de los asuntos en los que habitualmente suelen enredarse quienes merecen semejante adjetivo: la violencia. De manera que, tanto sus reflexiones como el fenómeno sobre el cual las aplica, es decir, el protagonismo de la violencia en los conflictos sociales del siglo XX, remiten a su vez a Shakespeare. Y no por casualidad o por gusto, sino porque, al empujar a Hamlet a obrar en contra de sus principios morales, llevándolo a vengar el asesinato de su padre pese a que en todo momento es consciente de la condena (religiosa, moral y social) que sobre él caerá a causa de ese crimen, fue Shakespeare quien determinó la manera en que la literatura ha abordado dicho dilema a lo largo de la modernidad. 

Es a partir de Hamlet que podemos desplazarnos a Hemingway, y será justamente Hemingway quien realice uno de los aportes más significativos al inagotable intento de dar respuesta a la pregunta que origina este trabajo.  

II
Hemingway fue sin dudas un tipo excéntrico. Se esforzó como pocos para convertirse en el mejor escritor de su tiempo y desde muy temprano supo que el logro de ese objetivo exigía mucho más que un talento literario fuera de lo común. Comenzaba a gestarse por aquellos años, tras la primera posguerra, el auge de la sociedad de masas, y el joven escritor norteamericano, quizás por su afición al periodismo, acabaría comprendiendo que para ser el mejor debía también parecer el mejor. Hemingway hizo entonces de su propia figura un personaje literario. Cazaba leones, pescaba blue marlin´s en alta mar, boxeaba, participó en una guerra y fue testigo de otras tantas (cóctel que endulzó con un jugoso chorro de alcoholes, drogas y amoríos). Sin embargo, sus lectores sabemos que si fue un hombre valiente no lo fue por eso, sino por gestos decididamente sutiles que es necesario identificar en su obra.

En ese sentido, el texto más arriesgado de Hemingway fue Por quién doblan las campanas (1940), novela que aborda la Guerra Civil Española a partir de las desventuras de un grupo de guerrilleros republicanos. A lo largo de la obra, Robert Jordan y Anselmo, dos de sus personajes principales, sostienen un diálogo revelador acerca del morir y matar que implica el ejercicio de las armas. Ambos tienen experiencia en combate, han matado y volverán a hacerlo si es necesario, pero no encuentra ni en el marxismo, ideología con la cual simpatizan, ni en las injusticias sociales la clave que les permita obrar con la conciencia tranquila.

Los dos consideran que quitarle la vida a un hombre constituye un pecado del que resulta imposible librarse, porque se trata de un hecho que no se puede deshacer. Quien mata, aunque sea una vez, seguirá matando hasta el último de sus días. No hay redención posible para el culpable, ni mucho menos consuelo. Y es a raíz de esta colisión entre normas éticas y convicciones íntimas que Anselmo y Robert Jordan se empapan del halo trágico de Hamlet, con quien además comparten una misma actitud frente al destino, pues los tres deben matar, aunque no les parezca correcto, y saben que matando se condenan, pero ninguno de ellos renegará del castigo que sobre sus cuerpos caiga a consecuencia de sus actos.  

Algunos años después de la publicación de la novela de Hemingway, Albert Camus precisó todavía más la cuestión en su ensayo El hombre rebelde (1951), en el cual afirmaba que existen dos tipos de revolucionarios: aquellos que se rebelan en función de valores comunes a toda la humanidad, que, al incluir también a las personas contra las cuales dirigen su voluntad, conforman un límite para la acción del militante; y aquellos que encuentran razones para imponer sus propios valores al resto de los mortales. De modo que el aporte del escritor francés nos permite comprender que la tensión que Anselmo y Robert Jordan arrastran como una roca, la ambigüedad de sentir que tienen razón y a la vez no la tienen, no es otra cosa que el miedo a desbordar con sus actos la justicia de su causa. Porque los personajes de Hemingway no solo se condenan personalmente, a nivel ético y moral,  cuando matan, además reciben un castigo mayor: al quitarle la vida a un hombre la causa que los ampara pierde toda justicia, porque una causa puede justificar mi muerte, pero jamás el acto de matar. Por lo tanto, no habrá lugar para ellos en la nueva y mejor sociedad que aguarda el triunfo de los oprimidos. La paz por la que luchan, y que los obliga a ir más lejos de lo que ellos desearían, será una paz ajena debido a la mancha del pecado. Anselmo y Robert Jordan son agentes de un mundo del cual nunca formarán parte.

III
Resulta evidente que tanto Hemingway como Camus reflejaron en sus obras las discusiones que comenzaron a gestarse en los ámbitos de la izquierda intelectual a partir del rumbo que Joseph Stalin le imprimió a la Revolución Rusa tras la muerte de Lenin (debates que alcanzaron su apogeo en 1956 durante el XX Congreso del Partido Comunista Soviético, en el cual Jrushchov reconoció los crímenes del estalinismo). No obstante, sus reflexiones no se agotan en los excesos de la Rusia totalitaria. Y si bien podríamos objetar los conceptos de estos escritores espetando, no sin razón, que la violencia es un fenómeno relativo, pues sus formas e interpretaciones son muchas y varían de acuerdo a la época y el contexto en el que tienen lugar, y pluricausal, ya que la violencia es el resultado de la interacción de una multiplicidad de fenómenos que no pueden comprenderse desde la rigidez de una postura moral. Así y todo, sus aportes son indispensables tanto para quien desee encarar un ejercicio de análisis acerca de la relación entre violencia y revolución, o respecto al protagonismo de la violencia como herramienta de resolución de los conflictos a lo largo del siglo pasado, como para aquél que pretenda arriesgar una interpretación literaria de la valentía.

Lo interesante del caso es que Hemingway no negaría nunca a sus personajes la facultad de alzarse contra la tiranía, pues privar a los oprimidos del derecho a rebelarse conduce a justificar las injusticias y el sufrimiento humano. Pero, al mismo tiempo, buscando elevar al Hombre apelando a su responsabilidad sobre los demás, sean estos hermanos o enemigos, el autor de El viejo y el mar (1952) rechazará la aplicación de teorías, ideologías o modelos de pensar y actuar que simplifiquen los conflictos. De modo que en sus obras la valentía surgirá en la cumbre de la desesperación del Hombre, allí donde avanzamos contra nosotros mismos, donde la violencia libera y a la vez condena y donde la libertad es, en todo caso, una herencia de marcas indelebles.

Anselmo y Robert Jordan, que conocen el bien, muy a su pesar deben ejercer el mal, pues la violencia les parece necesaria y a la vez inexcusable. De modo que, debatiéndose entre la inocencia y la culpabilidad, la razón y la sinrazón, dudarán hasta el fin, pero no permitirán que esas dudas les impidan obrar. Finalmente, decidirán condenarse para que con ellos muera la injusticia y renazca la paz, aún sabiendo que ésta no les pertenecerá nunca. Es ese olvido tan grande de sí mismos, en honor a la vida de los demás, lo que hace de Anselmo y Robert Jordan la imagen más pura de la condición humana.

IV
Por quién doblan las campanas es, por lo tanto, mucho más que una reflexión sobre la valentía. La novela entera constituyó un gesto de coraje por parte de su autor, ya que, si bien Hemingway simpatizó con la causa republicana, los dilemas que plantea el texto lo ubican por encima de las disputas políticas de aquél momento. En una época poco abierta al titubeo, con el mundo dividido en otra guerra y los vítores de la Revolución Rusa enardeciendo todavía oídos y gargantas en los cuatro puntos cardinales, Hemingway puso pecho al huracán de ideas de su tiempo (aquello que creía, compartía y supo defender) y mantuvo encendida la luz del juicio en la noche inquisidora de la pasión, tal como Anselmo y Robert Jordan lo hubiesen hecho.

Es cierto que no sería correcto erigirle un monumento a la coherencia, porque Hemingway no fue una persona coherente. Su vida personal está plagada de gestos infantiles, vulgaridades y esnobismos. Pero, como ocurre con los grandes artistas, éstos nunca empañaron su literatura. Al momento de enfrentar la hoja de papel en blanco, en ese instante en que todo escritor vive y muere un poco al mismo tiempo, eligió siempre  entregarse a uno de los actos supremos de los que es capaz el ser humano: dudar de sus propias convicciones, a punto tal que cada una de sus historias refleja aquella frase que el príncipe danés de Shakespeare había pronunciado cuatro siglos atrás: “el color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del pensamiento”.    

Hemingway se suicidó en 1961. Causas y teorías hay a montones, pero a Norman Mailer le gustaba pensar que su padre literario no tomó esa decisión de manera intempestiva, sino que en cada noche de tinta y alcohol fue llevando el cañón a su boca, acariciando el gatillo, apretándolo siempre un poco más. Hasta que una noche fue demasiado lejos.

A mí me gusta pensar que Mailer no se equivocaba.